Dieciocho velas

La trajeron pequeñita desde el ombligo del mundo, confundida y llorosa no le quedó más que aferrarse a un pantalón de lana y una dosis de olvido a sus 7 años.
La soltaron en un mar de niños, los primeros meses sólo pintaba paisajes de cielo azul y se acercaba al jardín a oler la tierra mojada.
Fue difícil entender porque sus ojos cambiaron de color, la cocinera decía que era la enfermedad del arrancado.
A la larga la casa grande se volvió su hogar; se acostumbro a otros rasgos, costumbres, lenguas, aviones en el cielo y descubrió que a sus espaldas el mar se comía al sol a las seis.
Hace unos días, después de soplar dieciocho velas y pedir un deseo desde el fondo de su nuevo corazón, le regalaron una maleta.
Ayer la vi parada afuera del gran portón, noté que sus ojos volvieron a cambiar de color (que seria es esa enfermedad del arrancado), la cocinera dijo que ahora ella no deja de ir al malecón; extraña el olor a mar.

En el atardecer de sus días

Extraño canto de tarde, mezcla de dolor nostálgico y conmovedor júbilo; veo la expresión en su rostro y parece que quisiera transportarme a la naturaleza de sus montañas.
La verdad no entiendo en absoluto el significado de los vocablos que se articulan en sus marchitos labios, pero he quedado hipnotizada, y además creo poder comprender lo que su música significa para él.

Ya no recuerda nombres ni etiquetas; ha pasado a redescubrir los encantos de la tierra, ahora su cama se llama placer y su bastón estorbo... y ¿como habrá renonbrado al amor? yo creo que le puso Felicita.

En el atardecer de sus días la música que hace el abuelo con sus cañas y cantos causan espacios en blanco en mi; me pregunta por mi mi apellido y al oir la respuesta de alegría me besa la mano que sostiene con las suyas arrugadas de tanto vivir, mi abuelo.